sábado, 4 de enero de 2014

www.jnsr.be (valtorta,28 de Febrero de 1944) Adoración de los Magos, Maria Valtorta

Adoración de los Magos. Es "evangelio de la fe".
28 de Febrero de 1944.
Mi interno consejero me dice:
«A estas contemplaciones que vas a tener, que Yo te voy a manifestar, llámalas "evangelios de la fe", porque vendr án a 
ilustrarte a tí y a los demás el poder de la fe y de sus frutos, así como a confirmaros en la fe en Dios».
Veo  Belén,  pequeña  y  blanca,  recogida  como  una  parvada  bajo  la  claridad  de  las  estrellas.  Dos  calles  principales  la 
cortan en cruz: una, que llega desde fuera, y es la vía principal, que luego prosigue más allá del pueblo; la segunda va de un 
extremo  a  otro  de  éste,  y  ahí  termina.  Hay  otras  callecitas  que  dividen  a  este  pueblecillo,  pero  sin  la  más  mínima  norma  de 
planificación  urbana  como  nosotros  concebimos,  sino  adaptándose  más  bien  al  terreno  sinuoso  y  a  las  casas  que  han  ido 
surgiendo  aquí  o  allá,  según  el  capricho  del  suelo  o  del  constructor.  Estando  unas  hacia  la  derecha,  otras  hacia  la  izquierda , 
algunas formando arista con la calle que pasa por ellas, estas casas obligan a las calles a ser como una cinta que se desenrede 
tortuosamente, en vez de algo rectilíneo que vaya de una a otra parte sin desviarse. Una placita de vez en cuando, o bien por  un 
mercado, o bien por una fuente, o porque se ha construido arbitrariamente sin criterio: restos de suelo al sesgo en que no es 
posible ya construir nada.
En el punto en que de forma particular me parece estar, hay precisamente una de estas placitas irregulares. Debería 
haber  sido  cuadrada,  o,  al  menos,  rectangular;  sin  embargo  ha  resultado  un  trapecio  tan  extraño  que  parece  un  triángulo 
acutángulo con el vértice truncado. En el lado más largo  —  la base del triángulo  —  hay una construcción ancha y baja, la más 
grande del pueblo. La rodea un muro liso y desnudo, abierto sólo en dos puntos: dos puertas, que ahora están perfectamente 
cerradas. Al otro lado del muro, sin embargo, en su vasto cuadrado, se abren en el primer piso muchas ventanas; en la planta 
baja  hay  unos  pórticos  que  rodean  a  unos  patios  que  tienen  paja  y  detritos  en  el  suelo  y  sus  correspondientes  pilones  para 
abrevar a los caballos o a otros animales. En las toscas columnas de las arcadas hay unas argollas para atar a los animales,  y, en 
uno  de  los  lados,  existe  un  vasto  cobertizo  para  cobijar  a  rebaños  y  cabalgaduras.  Comprendo  que  se  trata  de  la  posada  de 
Belén.
En los otros dos lados iguales de la placita hay casas más o menos grandes, unas con un poco de huerto delante, otras 
no;  efectivamente,  algunas  de  ellas  tienen  la  fachada  hacia  la  plaza,  mientras  que  otras,  por  el  contrario,  la  parte  de  atrás. 
Finalmente, en el lado más corto, de frente a la posada, hay una única casita con una escalerita externa que introduce a mita d 
de la fachada en las habitaciones del piso habitado. Todas las casas están cerradas porque es de noche. No hay nadie por las 
calles, dada la hora.
Veo intensificarse la luz nocturna que llueve del cielo lleno de estrellas, hermosísimas en el cielo oriental, tan vivas y 
grandes  que  parecen  cercanas  y  se  ve  fácil  llegarse  a  donde  esas  flores  resplandecientes  que  están  en  el  terciopelo  del 
firmamento, y tocarlas. Levanto la mirada  para  tratar de  comprender  el origen de este aumento de  luz... Una  estrella, cuyo 
insólito tamaño le hace asemejarse a una pequeña Luna, ava nza por el cielo de Belén. Las otras parecen eclipsarse y apartarse, 
cual siervas al paso de su reina, pues el resplandor es tan grande que las sumerge y las anula. Su globo, que parece un enorm e 
zafiro pálido encendido internamente por un Sol, va dejando  una estela en la que con el predominante color del zafiro claro se 
funden los amarillos de los topacios, los verdes de las esmeraldas, los opalescentes de los ópalos, los sanguíneos destellos  de los 
rubíes y el delicado titilar de las amatistas. Todas las  piedras preciosas de la Tierra están presentes en esa estela que barre el 
cielo con un movimiento veloz y ondulante, como si estuviera viva. El color que predomina, no obstante, es el que emana del 
globo de la estrella: el paradisíaco color de pálido zafiro que desciende a colorar de plata azul las casas, las calles, el suelo de 
Belén, cuna del Salvador. No es ya esa pobre villa que para nosotros no sería ni siquiera un pueblo; es una villa fantástica  de 
fábula, en que todo es de plata, y el agua de las fuentes y de los pilones es de diamante líquido.
El efluvio de resplandor se hace más vivo. La estrella se detiene encima de la casita que está situada en el lado más 
corto de la plazuela. Ni los que en aquélla habitan ni los betlemitas la ven, pues están dur miendo en sus casas cerradas. Pero la 
estrella acelera sus latidos de luz; su cola vibra y ondula más intensamente trazando ca
si  semicírculos  en  el  cielo,  que  se  ilumina  todo  por  la  red  de  astros  que  la  estrella  arrastra,  por  esta  red  llena  de  joyas 
resplandecientes  que  tiñen  de  los  más  hermosos  colores  a  las  otras  estrellas,  casi  como  si  les  transmitieran  una  palabra  de 
alegría.
La casita ahora está toda bañada de este fuego líquido de gemas. El techo de la breve terraza, la escalerita de piedra 
oscura,  la  pequeña  puerta...  todo  es  como  un  bloque  de  pura  plata  sembrado  todo  de  polvo  de  diamantes  y  perlas.  Ningún 
palacio de la Tierra ha tenido jamás, ni la tendrá, una escalera como ésta, hecha para recibir el paso de los ángeles, para s er 
usada  por  la  Madre  que  es  Madre  de  Dios;  sus  pequeños  pies  de  Virgen  Inmaculada  pueden  apoyarse  sobre  ese  cándido 
esplendor, esos sus pequeños pies destinados a descansar sobre los escalones del trono de Dios. Y, sin embargo, la Virgen est á 
ajena de ello; Ella vela orante  junto a la cuna de su Hijo. En su alma tiene resplandores que superan a éstos con que la estrella 
embellece las cosas.
Por la calle principal avanza una caravana. Caballos enjaezados, caballos guiados de las riendas, dromedarios y camellos 
montados o que transportan su carga. El sonido de los cascos produce un rumor como el del agua de un torrente cuando roza 
las piedras y choca contra ellas. Llegados a la plaza, todos se detienen. La caravana, bajo la luz radiante de la estrella, t iene un esplendor fantástico. Los jaeces de las riquísimas cabalgaduras, los indumentos de sus jinetes, las caras, los  equipajes... todo 
resplandece, uniendo y avivando su brillo de metal, de cuero, de seda, de piedras preciosas, de pelaje... con el brillo estel ar. Y los 
ojos relucen, y ríen las bocas, porque en los corazones se ha encendido otro fulgor: el de una alegría sobrenatural.
Mientras  los  siervos  se  encaminan  hacia  la  posada  con  los  animales,  tres  de  la  caravana  se  bajan de  sus  respectivas 
cabalgaduras; un siervo las conduce inmediatamente a otra parte, y ellos, a pie, se dirigen hacia la casa. Se postran, rostro en 
tierra, para besar el suelo. Son tres potentados, a juzgar por sus riquísimas vestiduras. Uno de ellos, de piel muy oscura, q ue se 
ha bajado de un camello, se arropa con una toga de cándida seda esplendente; ciñen su frente y su cintura preciosos aros; del de 
la cintura pende un puñal o una espada, cuya empuñadura está cuajada de gemas. Los otros dos, que montaban espléndidos 
caballos, están vestidos así: uno, de paño de rayas bellísimo en que predomina el color amarillo, elaborado a manera de dominó, 
largo, ornado con capucha y cordón, tan recamados que parecen una única labor de filigrana de oro; el otro lleva una camisa 
sedeña, que, formando bolsas, sobresale  del pantalón amplio y largo ceñido a los pies, y va envuelto en un finísimo chal, tan 
ornado todo él de flores y tan vivas éstas, que asemeja a un jardín florido, y lleva en la cabeza un turbante sujetado por  una 
cadenita, toda ella con engastes de diamantes.
Tras haber venerado la casa en que está el Salvador, se ponen de nuevo en pie y se dirigen a la posada, ya abierta a los 
pajes que se habían adelantado para llamar a la puerta.
Y aquí cesa la visión. ''Tres horas después vuelve: es la escena de la adoración de los Magos a Jesús.
Ahora es de día. Un hermoso sol resplandece en el cielo de la tarde. Un paje de los tres Magos cruza la plaza y sube la 
escalerita de la casa. Entra. Vuelve a salir. Regresa a la posada.
Salen  los  tres  Sabios,  cada  uno  seguido  de  su  propio  paje.  Atraviesan  la  plaza.  Los  escasos  transeúntes  se  vuelven a 
mirar a estos pomposos personajes que pasan muy lentamente, con solemnidad. Entre cuando el paje ha entrado y la entrada 
de éstos, ha transcurrido ampliamente un cuarto de hora; los habitantes de la casita así han podido prepararse para recibir a los 
que llegan.
Los tres están vestidos aún más ricamente que la noche precedente. Las sedas resplandecen, las gemas brillan, un gran 
penacho de preciosas plumas, sembrado de escamas aún más preciosas, ondula trémulo e irradia destellos sobre la cabeza del 
que lleva el turbante.
Los  pajes  llevan:  uno,  un  cofre  todo  taraceado,  cuyos  refuerzos  metálicos  son  de  oro  burilado;  el  segundo,  una 
labradísima copa, cubierta por una aún más labrad a tapa, toda de oro; el tercero, una especie de ánfora ancha y baja, también 
de oro, cubierta con una tapa en forma de pirámide en cuyo vértice hay un brillante. Debe pesar, pues los pajes lo llevan con
esfuerzo, especialmente el del cofre.
Suben por la escalera y  entran. Entran en una  habitación que va de la parte de la calle al dorso de la casa. Por una 
ventana abierta al sol, se ve el huertecillo posterior. Hay puertas en las otras dos paredes; desde ellas los propietarios cu riosean. 
Éstos son: un hombre, una mujer y, entre jovencitos y niños, tres o cuatro.
María está sentada con José, en pie, a  su lado. Tiene al Niño en su regazo. No obstante, cuando ve entrar a los tres 
Magos, se levanta y hace una reverencia. Está toda vestida de blanco. ¡Qué hermosa, con su sencillo vestido blanco que la cubre 
desde la base del cuello hasta los pies, desde los hombros hasta sus delgadas muñecas; qué hermosa, con su cabeza pequeña 
coronada de trenzas rubias, con ese rostro suyo más vivamente rosado por la emoción, con  esos ojos que sonríen dulcemente, 
con esa su boca que se abre para saludar diciendo: «Dios sea con vosotros»! Tanto es así, que los tres Magos, impresionados,  se 
detienen un instante. Pero luego caminan otro poco y se postran a sus pies. Y le ruegan que se siente.
Ellos  no,  no  se  sientan,  a  pesar  de  los  ruegos  de  Ella;  permanecen  de  rodillas,  relajados  sobre  los  talones.  Detrás, 
también de rodillas, los tres pajes; se han detenido apenas traspasado el umbral de la puerta, han depositado delante de ello s 
los tres objetos que llevaban y están esperando.
Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que puede tener de nueve meses a un año, pues su aspecto es muy vivaz y 
pujante; está sentado sobre el regazo de su Mamá, y sonríe y balbucea con una vocecita de pajarillo. Está vestido todo de blanco 
como su Mamá; en sus diminutos piececitos, unas pequeñas sandalias. Es un vestidito muy sencillo: una tuniquita de la que 
sobresalen los bonitos piececitos inquietos y las manitas gorditas que querrían agarrar todas las  cosas, y, sobre todo, la lindísima 
carita  en  que  brillan  los  ojos  azul  oscuros  y  la  boca  hace  hoyitos  a  los  lados  riendo  y  descubriendo  los  primeros  dientecitos
diminutos. Los ricitos de Jesús son tan lúcidos y vaporosos, que parecen polvo de oro.   
El más anciano de los Sabios toma la palabra en nombre de los tres, para explicarle a María que durante una noche del 
pasado diciembre vieron encenderse una  nueva  estrella  en el cielo, de inusitado esplendor. Jamás las cartas del cielo  habían 
registrado ese astro, jamás lo habían mencionado. No se conocía su nombre, porque no lo tenía. Nacida, entonces, del seno de 
Dios, esa estrella había brillado para manifestar a los hombres una bendita verdad, un secreto de Dios. Pero los hombres no  le 
habían  prestado  atención,  porque  tenían  hundida  el  alma  en  el  fango;  no  alzaban  la  mirada  hacia  Dios  y  no  sabían  leer  las 
palabras que Él escribe — alabado sea eternamente por ello — con astros de fuego en la bóveda del cielo.
Ellos la habían visto y se  habían esforzado por entender su voz. Y, perdiendo contentos el poco sueño que concedían a 
sus miembros, y aun olvidándose del alimento, se habían sumido en el estudio del zodiaco; las conjunciones de los astros, el 
tiempo, la estación, el cálculo de las  horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían dicho el nombre y el secreto 
de la estrella. Su nombre: "Mesías"; su secreto: "ser el Mesías venido al mundo". Y se habían puesto en camino para adorarlo.
Cada  uno  de  ellos  sin  que  los  otros  lo  supieran.  Por  montes  y  desiertos,  por  valles  y  ríos,  viajando  incluso  durante  la  noche, 
habían venido hacia Palestina, porque la estrella se movía en esa dirección. Para cada uno de ellos, desde tres puntos distin tos 
de la tierra, se movía en esa dirección.  Se habían encontrado después del Mar Muerto. La voluntad de Dios los había reunido 
allí,  y  juntos  habían  continuado,  comprendiéndose  a  pesar  de  que  cada  uno  hablaba  su  propia  lengua,  y  comprendiendo  y 
pudiendo hablar la lengua del país por un milagro del Eterno. Juntos se habían dirigido a Jerusalén, dado que el Mesías debía ser el Rey de esta ciudad, el Rey de los judíos; pero en el 
cielo de esa ciudad la estrella se había ocultado, sintiendo ellos rompérseles de dolor el corazón, y se habían examinado p ara 
saber  si  quizás  se  hubieran  hecho  indignos  de  Dios.  Pero,  habiéndolos  tranquilizado  su  conciencia,  fueron  a  donde  el  rey 
Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los judíos que ellos habían venido a adorar. El rey, convocado s 
los  príncipes de los sacerdotes y los escribas, había interrogado acerca del lugar en que podía nacer el Mesías, a lo que éstos 
habían respondido: «En Belén de Judá».
Y habían venido hacia Belén. La estrella, dejada ya la Ciudad santa, había aparecido de nuevo  ante sus ojos, y, de noche, 
el día anterior había aumentado sus resplandores: el cielo todo era un fuego; luego se había parado sobre esta casa, reuniend o 
toda la luz de las otras estrellas en su haz luminoso. Así, habían comprendido que ahí estaba el Nac ido divino. Y ahora lo estaban 
adorando, ofreciendo  sus pobres presentes y, sobre todo, su propio corazón, el cual jamás  cesaría de bendecir a  Dios por  la 
gracia concedida y de amar a su Hijo, cuya santa Humanidad estaban viendo. Luego volverían a informar   al rey Herodes, pues 
también él deseaba adorarlo. 
-Este es el oro que a todo rey corresponde poseer; esto, el incienso, como corresponde a Dios; y esto, ¡oh Madre!, esto 
es la mirra, porque tu Hijo es, además de Dios, Hombre, y habrá de conocer, de la ca rne y de la vida humana, la amargura y la 
inevitable ley de la muerte. Nuestro amor quisiera no pronunciar estas palabras y concebirlo eterno también en la carne como 
eterno  es  su  Espíritu.  Pero,  ¡oh  Mujer!,  si  nuestros  mapas,  y,  sobre  todo,  nuestras  almas,  no  yerran,  Él  es,  este  Hijo  tuyo,  el 
Salvador, el Cristo de Dios, y, por tanto, deberá, para salvar a la Tierra, cargar sobre sí mismo el peso del mal de la Tierr a, uno de 
cuyos castigos es la muerte. Esta resina es para esa hora, para que la carne santa  no conozca la podredumbre de la corrupción y 
conserve la integridad hasta su resurrección. ¡Y que por este presente nuestro Él se acuerde de nosotros y salve a sus siervo s 
dándoles su Reino! -  De momento —  añade —  Ella, la Madre, para ser santificados por  Él, dé su Niño a nuestro amor, para que, 
besando sus pies, descienda sobre nosotros la bendición celeste.
María, que ha superado la turbación suscitada por las palabras del Sabio y ha celado la tristeza de la fúnebre evocación 
bajo una sonrisa, ofrece el Niño. Lo deposita en los brazos del más anciano, que lo besa — y Jesús lo acaricia — y luego lo pasa a 
los otros dos.
Jesús  sonríe  y  juguetea  con  las  cadenitas  y  las  cintas  de  los  indumentos  de  los  tres,  y  mira  con  curiosidad  el  cofre 
abierto, lleno de una cosa amarilla que brilla, y ríe al ver que el sol hace un arco iris al herir el brillante de la tapa de la mirra.
Los tres Magos devuelven el Niño a María y se levantan. También se pone en pie María. Inclinan mutuamente la cabeza 
en gesto de reverencia. Antes el más joven había dado una orden al siervo y éste había salido. Los tres siguen hablando todavía 
un  poco.  No  saben  decidirse  a  separarse  de  esa  casa.  Lágrimas  de  emoción  en  sus  ojos...  Al  final  se  dirigen  hacia  la  salida 
acompañados por María y José.
El Niño ha querido bajar y darle la manita al más anciano de los tres, y anda así, de la mano de María y del Sabio, los 
cuales se inclinan para tenerlo de la mano. Jesús, con su pasito todavía inseguro; de infante, ríe, golpeando con sus piececi tos 
sobre la franja que el sol dibuja en el suelo.
Llegados al umbral de la puerta  —  téngase presente que la habitación tenía la misma largura de la casa  —  los tres se 
despiden arrodillándose una vez más y besando los piececitos de Jesús. María, inclinada hacía el  Pequeñuelo, le toma la manita 
y la guía y hace así ésta un gesto de bendición sobre la cabeza de cada uno de los Magos. Es éste ya un signo de cruz trazado  por 
los pequeños dedos de Jesús, guiados por María. 
Tras  ello,  los  tres  bajan  la  escalera.  La  caravana  ya  está  ahí  esperando  preparada.  Los  bullones  de  las  cabalgaduras 
reflejan el Sol del ocaso. La gente se ha agolpado en la placita para ver este insólito espectáculo.
Jesús ríe dando palmadas con sus manitas.  Su Mamá lo ha alzado y lo ha apoyado en el ancho parapeto que limita el 
descansillo, y lo tiene con un brazo sujeto contra su pecho para que no se caiga. José, que ha bajado con los tres Magos, suj eta a 
cada uno de ellos el estribo al subirse éstos a los caballos o al camello.
Ya  todos, siervos y señores,  están a  caballo. Se da  orden  de marcha. Los tres, como último saludo, se inclinan hasta 
tocar el cuello de la cabalgadura. José hace una reverencia. María también, volviendo a guiar la manita de Jesús en  un gesto de 
adiós y bendición.
Dice Jesús:
-¿Y  ahora?  ¿Qué  deciros  ahora,  almas  que  sentís  morir  la  fe?  Estos  Sabios  de  Oriente  no  disponían  de  nada  que  los 
confirmara en la verdad; nada sobrenatural. Sólo tenían el cálculo astronómico y la propia reflexi ón perfeccionada por una vida 
íntegra. Y, con todo, tuvieron fe. Fe en todo: fe en la ciencia, fe en la conciencia, fe en la bondad divina.
En la ciencia, en cuanto que creyeron en el signo de la estrella nueva, que no podía sino ser "ésa", la que la human idad 
desde  hacía  siglos  estaba  esperando:  el  Mesías.  En  la  conciencia,  en  cuanto  que  tuvieron  fe  en  la  voz  de  la  misma,  la  cual, 
recibiendo "voces" celestes, les decía: "Esa estrella es la que signa la venida del Mesías". En la bondad, en cuanto que tuvi eron fe 
en  que  Dios  no  los  engañaría,  y  en  que,  dado  que  su  intención  era  recta,  los  ayudaría  en  todos  los  modos  para  alcanzar  el 
objetivo.
Y lo lograron. Sólo ellos, entre tantos otros estudiosos de los signos, comprendieron ese signo, porque sólo ellos ten ían 
en el alma el ansia de conocer las palabras de Dios con un fin recto, cuyo principal pensamiento consistía en dar enseguida a
Dios honor y gloria.
No buscaban el provecho personal. Antes bien, les esperaban dificultades y gastos, y no piden compensación humana 
alguna. Piden solamente que Dios se acuerde de ellos y los salve para la eternidad.
De la misma forma que su pensamiento no está puesto en ninguna compensación humana posterior, tampoco tienen, 
cuando deciden el viaje, ninguna preocupación humana.  Vosotros habríais hecho mil cavilaciones: "¿Cómo me las voy a arreglar 
para  hacer  un  viaje  tan  largo  por  países  y  entre  gentes  de  lenguas  distintas?  ¿Me  van  a  creer,  o,  por  el  contrario,  me 
encarcelarán por espía? ¿Qué ayuda me van a ofrecer cuando tenga  que pasar desiertos, ríos, montes? ¿Y el calor? ¿Y el viento de  los  altiplanos?  ¿Y  las  fiebres  pantanosas  de  las  zonas  palúdicas?  ¿Y  las  riadas  dilatadas  por  las  lluvias?  ¿Y  las  comidas 
distintas? ¿Y el lenguaje distinto? Y... y.. y". Así razonáis vosotros. Ellos no razonan así. Dicen, con sincera y santa audacia: "Tú, 
¡oh Dios!, lees nuestro corazón y ves qué fin perseguimos. Nos ponemos en tus manos. Concédenos la sobrehumana alegría de 
adorar a tu Segunda Persona hecha Carne para la salud del mundo".
Ello es suficiente. Se ponen en camino desde las lejanas Indias. (Jesús me dice luego que con 'Indias" quiere decir Asia 
meridional,   donde  ahora  están  Turquestán,  Afganistán  y  Persia).  Se  ponen  en  camino  desde  las  cadenas  montañosas 
mongólicas, en cuyo espacio se mueven, libérrimos, sólo águilas y buitres, donde Dios habla con el fragor de los vientos y de los 
torrentes y escribe palabras de misterio en las inmensas páginas de los neveros. Se ponen en camino desde las tierras en que 
nace el Nilo, y discurre, vena verde-azul, hacia el corazón azul del Mediterráneo. Ni picos, ni zonas selvosas, ni arenas — océanos 
secos y más peligrosos que los marinos — detienen su paso. Y la estrella brilla sobre sus noches, negándoles el sueño. Cuando se 
busca a Dios, los hábitos animales deben ceder ante los anhelos impacientes y las necesidades suprahumanas.
Reciben la estrella desde septentrión, desde oriente y desde meridión, y, por un milagro de Dios, avanza para los tres 
hacia un punto; como también, por otro milagro,  los reúne tras muchas millas en ese punto; y, por otro, les da, anticipando la 
sabiduría pentecostal, el don de entenderse y de hacerse entender como en el Paraíso, donde se habla una sola lengua: la de 
Dios.
Sólo un momento de turbación los sobrecoge: cuando la estrella desaparece. Ellos  —  humildes porque eran realmente 
grandes  —  no   piensan  que  ello  sea  debido  a  la  maldad  de  los  demás  —  no  habiendo  merecido  ver  la  estrella  de  Dios  los 
hombres corrompidos de Jerusalén —, sino que piensan que ellos son los  que se han hecho indignos de Dios, y se examinan con 
temblor y con contrición ya preparada para pedir perdón.
Mas su conciencia los tranquiliza. Habituadas sus almas a la meditación, tenían una conciencia sensibilísima, afinada por 
una atención constante,  por una aguda introspección, que había hecho de su interior un espejo en que se reflejaban las más 
ligeras sombras de los hechos cotidianos. Habían hecho de su conciencia una maestra, una voz que los advertía y les gritaba 
ante la más pequeña, no digo falta, sino mirada a la falta, a lo que es humano, a la complacencia de lo que es yo. Y por eso, 
cuando se ponen frente a esta maestra, frente a este espejo severo y nítido, saben que no les mentirá. Los tranquiliza y reco bran 
el vigor.
"¡Oh, qué dulce el sentir que en nosotros no hay nada que sea contrario a Dios; sentir que Él mira con complacencia al 
corazón  del  hijo  fiel  y  lo  bendice!  Este  sentir  produce  aumento  de  fe  y  confianza,  y  esperanza  y  fortaleza  y  paciencia.  Es 
momento de tempestad, mas ésta pasará, porque Dios me ama y sabe que le amo, y me seguirá ayudando": esto dicen quienes 
poseen esa paz que procede de una conciencia recta, reina de todas sus acciones.
He dicho que eran "humildes porque eran realmente grandes". ¿En vuestras vidas, sin embargo, qué sucede? Que uno, 
no porque sea grande, sino por su mayor despotismo  —  y se hace poderoso por su despotismo y por vuestra necia idolatría  —, 
no es jamás humilde. Existen pobres desgraciados que, por el solo hecho de ser mayordomos de un déspota, con serjes en algún 
organismo,  funcionarios  de  un  arrabal  —  a  fin  de  cuentas  al  servicio  de  quien  los  ha  hecho  lo  que  son  —  se  dan  aires  de 
semidioses. ¡Bueno, pues dan pena!...
Ellos,  los  tres  Sabios,  eran  realmente  grandes,  en  primer  lugar  por  virtudes  sobrenaturales,  en  segundo  lugar,  por 
ciencia, y, por último, por riqueza. Y no obstante se sienten nada: polvo sobre el polvo de la tierra, respecto al Dios altís imo, que 
crea los mundos con una sonrisa suya, y los esparce como granos de trigo para saciar los ojos de los ángeles con collares hechos 
de estrellas.
Se sienten nada respecto al Dios altísimo que ha creado el planeta en que viven, y que lo ha hecho variado, colocando, 
cual  Escultor  infinito  de  obras  inmensas,  aquí,  con  un  toque  de  su  pulgar,  un a  corona  de  suaves  colinas,  allá  una  cadena  de 
cumbres y de picos semejantes a vértebras de la tierra; de este cuerpo desmesurado cuyas venas son los ríos; pelvis, los lago s; 
corazones,  los  océanos;  vestiduras,  los  bosques;  velos,  las  nubes;  ornatos,  los  glaciares  de  cristal;  gemas,  las  turquesas  y  las 
esmeraldas, los ópalos y los berilos de todas las aguas que cantan, con las selvas y los vientos, el gran coro de alabanzas a   su 
Señor.
Se sienten nada en su sabiduría respecto al Dios altísimo de quien les viene y que les ha dado ojos más potentes que 
esas dos pupilas por las que ven las cosas: ojos del alma que saben leer en las cosas esa palabra no escrita por mano humana,
sino grabada por el pensamiento de Dios.
Se sienten nada en su riqueza: átomo respecto a la riqueza del Posesor del universo, que disemina metales y gemas en 
los astros y planetas, y riquezas sobrenaturales, inagotables riquezas, en el corazón de aquel que le ama.
Y, llegados ante una pobre casa de la más mísera de las ciudades de Judá, no  menean la cabeza diciendo: "Imposible", 
sino que se inclinan reverentes, se arrodillan, sobre todo con el corazón, y adoran. Ahí, detrás de esas paredes, está Dios;  ese 
Dios que siempre invocaron, sin atreverse, ni por asomo, a esperar que podrían verlo.  Le invocaron, más bien, por el bien de 
toda la humanidad, por "su propio" bien eterno. ¡Ah, sólo esto soñaban para ellos: poder verlo, conocer, poseerlo en la vida  que 
no conocerá ni alboradas ni ocasos!
Él está ahí, tras esas pobres paredes. ¿Quién sabe si, quizás, su corazón de Niño, que es el corazón de un Dios, no siente 
estos tres corazones que vueltos hacia el polvo del camino tintinean: "Santo, Santo, Santo. Bendito el Señor, Dios nuestro. G loria 
a Él en los Cielos altísimos, y paz a sus siervos. Gloria, gloria, gloria y bendición"? Ellos se lo preguntan con temblor de amor. Y, 
durante toda la noche y la mañana siguiente preparan, con la más viva oración, su espíritu para la comunión con el Dios-Niño.
No se dirigen a este altar — regazo virginal sobre el que está la Hostia divina — como hacéis vosotros, o sea, con el alma 
llena  de  preocupaciones  humanas.  Se  olvidan  del  sueño  y  de  la  comida,  toman  las  vestiduras  más  bellas  —  no  por  humana 
ostentación, sino por honrar al Rey de los reyes  —. En los palacios de los soberanos, los dignatarios entran con las vestiduras 
más bellas; ¿no debían, acaso, ellos ir a donde este Rey con sus indumentos de fiesta? ¿Y qué fiesta mayor que ésta para ellos? 
En sus lejanas patrias, muchas veces tuvieron que ataviarse elegantemente por otros hombres de su mismo rango; para 
festejarlos u honrarlos. Era justo, pues, humillar ante los pies del Rey supremo púrpuras y joyas, sedas y plumas preciosas.  Era 
justo poner a sus pies, ante sus delicados piececitos, las telas de la Tier ra, las gemas de la Tierra, plumajes, metales de la Tierra, 
para  que  estas  cosas  de  la  Tierra  —  son  obras  suyas  —  adorasen  también  a  su  Creador.  Y  se  hubieran  sentido  felices  si  la 
Criaturita  les  hubiera  ordenado  que  se  extendieran  en  el  suelo  haciendo  una  alfombra  viva  para  sus  pasitos  de  Niño,  y  los 
hubiera pisado, Él, que había dejado las estrellas por ellos, que sólo eran polvo, polvo, polvo... 
Eran humildes y generosos, y obedientes a las "voces" que venían de lo Alto. Tales "voces" ordenan llevar presentes al 
Rey recién nacido. Y ellos llevan los presentes. No dicen: "Es rico y por tanto no lo necesita. Es Dios y por tanto no conoce rá la 
muerte". Obedecen. Y son ellos los primeros en ayudar al Salvador en su pobreza. Y ¡qué providente era ese oro para quien en 
un  futuro  próximo  sería  un  fugitivo!,  ¡cuánto  significado  tenía  esa  resina  para  quien  a  no  tardar  sería  matado!,  ¡qué  pío  ese
incienso para quien había de sentir el hedor de las lujurias humanas en ebullición en torno a su  pureza infinita! 
Humildes, generosos, obedientes, respetuosos unos con otros. Las virtudes engendran siempre otras virtudes. De las 
virtudes orientadas a Dios proceden las virtudes orientadas al prójimo. Respeto, que a fin de cuentas es caridad. Defieren al más 
anciano hablar por los tres, y ser el primero en recibir el beso del Salvador y en llevarlo de la mano. Los otros podrán volv erlo a 
ver, pero él no. Es viejo. Cercano está ya su día de regreso a Dios. A este Cristo lo verá, tras su espantosa muerte, y lo seguirá por 
la estela de los salvados en el regreso al Cielo, mas no lo volverá a ver en esta Tierra. Quédele, pues, como viático, el cal orcito de 
esta diminuta mano que se abandona en la suya ya rugosa.
Y los demás no tuvieron ninguna envidia del sabio anciano; antes bien, aumentó su veneración por él: en efecto, había 
merecido más que ellos y durante más tiempo. El Dios-Infante esto lo sabía. La Palabra del Padre todavía no hablaba, pero su 
acto era ya palabra. ¡Bendita sea esta palabra suya, inocente, que designa a éste como su predilecto!
Mas hay, todavía, hijos, otras dos enseñanzas en esta visión.
Cómo José sabe estar dignamente en "su" puesto. Está presente como custodio y tutor de la Pureza y de la Santidad, 
pero sin usurpar sus derechos. María, con su Jesús, es quien recibe dones y palabras; José exulta por Ella y no se siente her ido de 
ser una figura secundaria. José es un justo, es el Justo, y es justo siempre, y en este momento tambi én lo es. No se embriaga con 
los vapores de la fiesta.
Permanece humilde, justo.
Se alegra de esos regalos. No por él mismo, sino pensando que con ellos va a poder hacerles más cómoda la vida a su 
Esposa y a su dulce Niño. En José no hay avaricia. Es un trabajador y va a seguir trabajando; pero otra cosa es que "Ellos", sus dos 
amores, puedan vivir con desahogo y comodidad. Ni él ni los Magos saben que esos regalos van a ser útiles para una fuga, para
una vida en el exilio (en las que los haberes se disipan  como una nube bajo la acción del viento), y para regresar a la patria, tras 
haber perdido todo: clientes, mobiliario, enseres; sólo con las paredes de la casa, que Dios la protegería porque en ese luga r Él 
se había unido a la Virgen y se había hecho Carne.
José es humilde — él, que es custodio de Dios y de la Madre de Dios y Esposa del Altísimo — hasta el punto de sujetar el 
estribo a estos vasallos de Dios. Es un pobre carpintero, debido a que el despotismo humano ha despojado a los herederos de 
David de sus regios haberes, pero sigue siendo de estirpe real y posee rasgos de rey. De él hay que decir también: "Era humilde 
porque era realmente grande".
Ultima, delicada, indicativa enseñanza.
Es María quien toma la mano de Jesús, que todavía no sabe bendecir, y la guía en el gesto santo.
Es siempre María la que toma la mano de Jesús y la guía. Y ahora sucede lo mismo. Ahora Jesús sabe bendecir, pero a 
veces su mano traspasada cae cansada y desesperanzada porque sabe que es inútil bendecir. Vosotros destruís mi   bendición. 
Cae también indignada, porque vosotros me maldecís. Y entonces es María la que retira el desdén de esta mano besándola. ¡Oh, 
el beso de mi Madre! ¿Quién podría resistir a ese beso? Luego toma con sus finos dedos  —  finos, pero ¡cuan amorosamente
imperiosos! — mi muñeca, y me fuerza a bendecir.
No puedo decir que no a mi Madre. Pero tenéis que ir a Ella para hacerla Abogada vuestra. Ella es mi Reina antes de ser 
vuestra Reina, y su amor por vosotros guarda indulgencias que ni siquiera el mío conoc e. Y Ella, incluso sin palabras, sólo con las 
perlas de su llanto y con el recuerdo de mi Cruz  —  cuyo signo me hace trazar en el aire  —  toma la defensa de vuestra causa 
recordándome: "Eres el Salvador. Salva".
He aquí, hijos, el "evangelio de la fe" en la aparición de la escena de los Magos. Meditad e imitad, para bien vuestro.